sábado, 27 de agosto de 2011

Lo que se come en Cochabamba

Lo que se come en Cochabamba
En 1946, un periodista orureño, que publicaba sus graciosos artículos en el diario La Patria, recorrió el territorio boliviano para registrar los manjares de la cocina regional. Se llamaba Luis Téllez Herrero y, al cabo, escribió el libro “Lo que se come en Bolivia”, muy elogiado por comentaristas de la época, entre ellos el poeta Gamaliel Churata, fundador de Gesta Bárbara.
Como es de suponer, Téllez se demoró en Cochabamba y en Tarata, y dejó sabrosas crónicas que no nos resistimos en citar, así sea parcialmente, porque se trata de una obra agotada en espera de una edición reciente que estamos patrocinando en nuestra calidad de Cronistas de la Ciudad de Cochabamba. Dice así:
Nos alojamos en un hotel y luego de descansar un momento, salimos a pasear. Llegamos a la Plaza 24 de septiembre, fresca, animada, amplia. Pasan de continuo los tranvías. Los que llegan de los valles próximos tienen carros acoplados formando pequeños convoyes repletos de gente alegre y bulliciosa, en su mayor parte campesinos. Hay un remolino de Tarros blancos, d polleras multicolores, de grandes atados y de canastas.
Como nuestras relaciones en toda la República son innumerables o pasan muchos minutos cuando viejos amigos nos encuentran. Muy pronto están enterados del exclusivo objeto que encamina mis pasos por todos los ámbitos de la Patria. Como casi todos los cochabambinos, ellos son también devotos de las buenas comidas y por esta especialísima razón, se disputan el honor de servirme de Virgilio y guiarme, ya no por los círculos del Infierno cantado por Dante, sino por los cielos de las exquisiteces culinarias. Aceptamos pues, para el día siguiente, la compañía de uno de ellos, prometiendo a los demás usar de su gentil ofrecimiento en los días sucesivos.
Al día siguiente, en efecto, viene a buscarnos el amigo para llevarnos a pasear por la ciudad a manera de abrir el apetito.
Caminando por el largo y hermoso Prado, llegamos hasta el río Rocha. Como una prolongación de la ciudad hacia el otro lado del río se extienden en caprichosas líneas los edificios campestres destinados al veraneo: Cala Cala, Queru Queru, la Recoleta, la Muyurina y otros lugares a los que se dirigen incesantemente largos convoyes de tranvías.
Cochabamba es, seguramente, el más poblado departamento de Bolivia. Cuando se recorren las provincias del valle, se ve a ambos lados del camino sin solución de continuidad, quintas, ranchos de campesinos y casas de hacienda. Y sobre todo lo infaltable, lo que menudea en todas partes, la llamativa señal roja anunciando que allí hay “Chicha”, la bebida cochabambina por excelencia. Ante la larga caña, de la que pende una muñeca o el clásico rombo de tela encarnada, son muy raros los jinetes o peatones que resisten la tentación de detenerse y entrar a beber la dorada “Chicha”.
El cochabambino es un ser de características especiales. La principal de ellas es su extraordinaria afición a viajar. No es aventurado afirmar que hay varias docenas de miles dispersos por el mundo. La tierra está llena de cochabambinos. No hay un solo rincón del orbe donde no se corra el riesgo de tropezar con un “Llajta-masi”, que en su cara jovial lleva el inconfundible sello de que es “Cochabambamanta”.
Es fama que cuando el general Nobile volaba sobre el Polo en su célebre “Norge”, un robusto cochabambino parado delante de su casa de hielo en lo alto de la cual se destacaba la clásica divisa roja, anuncio de la “Chicha”, le gritó a voz en cuello al ver que pasaba de largo:
--¡Guá!... ¿Pasacapullanquichu don Nóbile?
As´, anda cuesta creer que cuando un “Ckochala” estuvo en París, sentado en un restaurante, llamó a gritos al “Garcon” que le trajo en una blanca cartulina el “Menú”. Y quiso la casualidad, porque el “Ckochala” no sabía francés, que señalara en el “Menú” un “Purée de pommes de terre”. Examina el señor el plato que le trae el pulcro “Garcon”, lo huele, lo revuelve con el tenedor y al fin le dice la mozo que espera:
--¡Bah! ¡Qué puré ni qué puré! ¡Esto, en mi tierra, se llama “Papa-Ñuthuscka”!
CALA CALA
Son las once de la mañana y ya tenemos apetito. Es que las largas cuadras que hemos andado, nos lo han abeirto con más eficacia que diez aperitivos.
Mi amigo nos lleva a Cala-Cala. Al fin llegamos a una casita sombreada por robustos molles. (Nota importante.- Todo en Cochabamba es robusto; desde las gruesas pantorrillas de las “Llajta-masis”, hasta los árboles y las rollizas palmeras que sombrean su plaza). Instalados en el patio, alrededor de una mesita, esperamos…
¡Claro! No podía faltar… El que en Cochabamba no coma “Jacka-lagua” es como si no hubiera estado allí. Es pues la popularísima “Jacka-lagua” lo que traen primero. En la sopera viene humeante y aromática. Su sabor es delicioso. Hecha con choclo molido, cbolla, “Charque”, papa “Runa” y arvejas sumergidas en el caldo coloreado por el célebre “Ahogado” de ají, tomate y cebolla frita.
Las “Laguas” cochabambinas ostentan orgullosas una gama infinita de preparaciones y sabores. Conocemos, entre otras, la “Lagua de las siete harinas” y la “Lagua de maíz, hecha con harina de maíz, carne, papas, arvejas, habas y “Ahogado”. A veces en las “Laguas” se suele ponerse en lugar de carne de vaca, “Charque”, “Chalona” o trozos de chorizo.
La segunda parte del programa la constituye otro plato “Ckochala” que es ahora un valioso componente del menú de cualquier departamento. Es la imponderable “Chancka” de conejo que viene servida en cada plato. El examen preliminar que de ella hacemos es del todo satisfactorio.
Al centro del plato viene en posición decúbito-dorsal, el exánime cuerpecito de un conejo, cocido solamente, sin ningún añadido de manteca y al que no han sacado más que el cuero y las vísceras. Sus vivísimos ojos de antes, ahora miran con una turbia mirada de borracho. Velando el sueño del conejito vienen tres papas “Runas”, “partidas por gala en dos”. Cerca, un montículo de habas tiernas, tiernamente abrazadas por tiras de cebolla verde, cocina. Y abrigando todo, la típica “Llajhua” de locoto, cebolla y tomate.
El programa es formidable. Sin más contemplaciones procedemos a devorar al difunto conejito. Sus frágiles huesos crujen lúgubremente en nuestras poderosas mandíbulas. La “Llajhua” atrozmente picante, nos desta una furia devoradora. La suavidad de las “Runas” mitiga ligeramente el ardor, el incendio que siento en la boca, las habas y la verde cebolla también proporcionan su fresco alivio… pero necesitamos algo líquido y el amigo, entendiéndolo, pide:
--¡Dos botellas de “Cliceña”!
Llegan las botellas con el dorado néctar y bebo sin tardanza un vaso. El oro líquido aplaca el ardor de mis labios y de mi lengua. ¡Es maravilloso! Considran en Cochabamba que todo plato en el que emplean ají o locoto debe ir precisamente regado con “Chicha”, sea esta “Totoreña”, ¡Cliceña” o “Punateña”, aun cuando las preferencias se inclinan, por lo general, hacia la “Cliceña”.
La “Chancka” ha estado superior. Me dice el amigo que también suele hacerse “Chancka” de gallina.
La tercera parte se inicia con el exquisito “Jolcke”.
--Vea don Luis –me dice el simpático “Ckochala”--. Este es un plato muy agradable. El zapallo ha sido cocido a conciencia hasta que se ha deshecho. Tiene que ser un zapallo muy dulce. Cuando se ha conseguido esa especie de masa de zapallo, se le añade, para que siga hirviendo un rato más, gruesas tajadas de “Quesillo” o de queso “Jauccha”, es decir, un queso fresco que tenga probabilidades de convertirse en “estirosos hilos”. El resultado, lo tenemos delante.
El tal “Jolcke” es exquisito. La feliz combinación de zapallo dulce con el queso salado, es calificada como “formidable” por mi delicado paladar.
Cuando creo terminada la suculenta comida, el amigo, que ha hecho una misteriosa visita a la cocina, nos dice alegremente:
--Tenemos una suerte bárbara. Hoy podemos comer como plato excepcional “Ají de chilijchi”.
Quedo en la luna y el amigo explica:
--Se llama “Chillijchi” a la roja flor del ceibo, mejor dicho, a los redondos frutos rojos. Estos, debidamente cocinados, proporcionan un delicadísimo ají, que muy raras veces es posible conseguir.
Arriba el “Ají de chillijchi”. Los frutos tienen un sabor muy parecido al del “Charque”. Es magnífico el conjunto.
El “Ckochala” feliz, está devorando su ración parsimoniosamente. Se nota que por el “Ají de chillijchi” él haría uchas cosas. Cuando concluye de comer me indica que también con “Chillijchi” se hacen fritos especialísimos, añadiéndoles un poco de harina de maíz.
Traen un postre celestial, después de las horrorosas ofensivas del ají contra mi sufrida boca. Son los “Cabellos de ángel”. Es “Lacayote” almibarado, con nuez, clavo de olor, ñero hecho en forma tan cabal, que los largos y finos hilos del “Lacayote”, que bien semejan cabellos, desaparecen en un santiamén de mi platillo. No resisto a la tentación y pido “yapa” de los “Cabellos de ángel”, que saben a gloria.
Entretanto las dos botellas de “cliceña” se han multiplicado y llevan trazas de seguir apareciendo. Convencido de que en mi cabeza se están incubando desagradables mareos, decido poner, heroicamente, punto final a comidas y bebidas. Me levanto de la mesa contentísimo, pero ligeramente inseguro sobre mis piernas. Es que la del “valle” no perdona los excesos.
Como no estamos en condiciones de pasear con nuestro equilibrio “desestabilizado”, en un tranvía regresamos a la plaza y de allí, a nuestras camas del hotel, donde muy luego estoy roncando sonoramente. (Esto me lo contaron después los vecinos).”
¡Bello texto! Nótese que Luis Téllez describe una variedad de “Jolcke” que no conocíamos, pues usamos esa palabra para designar un caldo de riñones de vaca sobre una cama de papa cocina y deshecha con las sabias manos de la cocinera. Enseguida Téllez viajó a Tarata, donde probó la “Misqui-cketa”, la chicha tarateña, los tamales o humintas y la lagua de las siete harinas. Téllez la describe así: “Es una espesa “lagua” preparada con siete clases diferentes de harina. Este es un plato que por su extraordinaria potencia no suele merecer los honores de la repetición y muchas veces finaliza el almuerzo en nada más que ella, porque los comensales quedan “tiesos” (empleando la palabra que designa con más propiedad el aletargamiento que se apodera del incauto comedor de la “Lagua de las siete harinas”.
Con similar regocijo Téllez describe la sajta de papalisa y el puchero: “De la olla voy viendo salir verdosas hojas de repollo, grandes pedazos de carne de vaca mezclados con carne de chancho de moreno cutis, opacas peras, dulces ocas, manzanas, ambarinos “Ulincates”, obesas peramotas, suelto y perlino arroz, gruesas tajadas de tocino, garbanzos, “Chuños” negros y brillantes, papas y no sé cuántas cosas más.”

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