sábado, 27 de agosto de 2011

Encomio de Alfredo Medrano

Encomio de Alfredo Medrano
Debió ser jodido nacer en un terremoto y a poco soportar una epidemia de viruela que te dejó marcado, Alfredito. El terremoto eras tú, no hay duda, porque a tu paso se cimbreaban todas las estructuras. Quizá decir que en Aiquile era una concesión novelística, porque naciste en la casa de tus padres, que siempre fue en Cala Cala, a orillas de la torrentera donde más tarde se construyó el Puente Pinto. Como que todavía hoy se acuerdan de ti en la chichería de doña Casilda, frente a tu casa. Los viejos conocedores dicen que es de las pocas donde se encuentra buena chicha, no adulterada, y un excelente chicharrón de cerdo.
Reviso tus papeles y encuentro unas páginas de la novela que querías escribir. “Cuando tiembla la tierra”, dice el título y trazaste un plan y unas cuantas páginas. “Hechos: la guerra del Chaco, la epidemia de viruela en los años 40, el temblor de 1958, el terremoto de 1998”. De aquí dataría tu propósito, pero ocho años más tarde se acabó tu vida y hube de escribir tu epitafio: Amó las jarcas, los molles, los chillijchis, la amable sombra, el vino, la tertulia. Vida y obra consagró a la expresión justa, pero la fe en el amigo fue su virtud maestra.
(Yo soy Ramber Molina Rodríguez, hijo de Carmelo Molina y Fortunata Rodríguez y nieto de Julio Rodríguez Revollo. Nací cuando la tierra empezó a temblar y tengo hermanos, y primos hermanos, que nacieron empujados por el sismo, como si un designio supremo ordenara que no deben demorarse en asistir a la cita que tienen sobre esta tierra. Muchos paisanos tomaron el camino del exilio, no tanto por temor a los temblores como por el abandono y el olvido en que siempre estuvo sumido mi pueblo. Mi pueblo es un punto geográfico perdido en la memoria de Dios y los gobiernos de turno. Y los temblores vinieron acaso porque Dios se rascó la cabeza acordándose que había dejado en el olvido a algunos hijos que no merecían tal castigo. Tal vez trataba de recordar dónde había puesto a su Aiquile. Pero, pensándolo bien, ojalá que Dios no siga acordándose de nosotros de esta manera, moviéndonos el piso. ¿O debemos entender que los temblores son un mensaje que busca incitarnos a la reflexión, al espíritu de enmienda y el reencuentro con nuestro destino buscando la ruta extraviada?)
Vivíamos acosados por la falta de dinero, pero no pasábamos hambre, ni sed.
Un día nos llamaron del diario Los Tiempos: querían estrenar una idea nueva, contratar columnistas escritores y publicar sus colaboraciones en las centrales, no en la página editorial. Rompían el conjunto, es cierto, pero eran una ruptura, y así comenzamos un nuevo trabajo. Feny Canelas nos dijo que no habían podido fijar todavía el monto de los sueldos, pero que buscáramos nomás a Villegas las veces que necesitáramos algo a cuenta. Cómo no. Lo necesitábamos cada día. Me esperabas en la esquina de Don Javier, Jordán y Suipacha, como a las diez de la mañana y a orillas de una botella de cerveza fría. Doña Asteria nos servía un generoso caldo de riñones y así pasábamos la mañana a la sombra de la higuera. Llegaba la hora del almuerzo y Doña Asteria nos enviaba unos suculentos chupes de papa pica o unas jakalaguas sacramentales, como sólo se comen en el Valle Alto, y el segundo podía ser cualquier ajicito porque ya estábamos satisfechos y cambiábamos la cerveza por una jarra de chicha.
Yo iba a las diez de la mañana luego de dar clases en la universidad, y entonces se te salían lindezas como esta: Siempre he creído que en la universidad hay mejores culos que cabezas. También decías que la universidad era parecida a la metamorfosis, pero al revés, porque ingresas mariposa y egresas gusano. Y te reías hasta el sofoco y acababas tosiendo, invariablemente. Se te subía la sangre a la cara y parecía que ibas a estallar, pero los agujeritos que te había dejado la viruela eran como válvulas de escape, me imagino, porque recuperabas tu color y continuábamos haciendo planes, planes, planes, entre ellos, las ferias y los coloquios.
Te gustaba juntar dos temas distantes y hallarles relaciones. Así nacieron las ferias de la cocina, que ahora son tan frecuentes. Decías, por ejemplo, que querías organizar la feria de la yuca y el zapallo, y reías solito y te congestionabas nuevamente hasta la tos. O hablabas de dos periódicos para el Chapare, uno dedicado a los varones, que se llamaría La Yuca, y otro a las mujeres, El Zapallo. Y reías solito, hasta la tos.
Tanto insistir, inventaste una nueva moneda de curso legal y corriente: el coloquio. ¿Cuánto te había costado ese piano vertical que adornaba el corredor de Los Cantaritos? Ocho coloquios. Coloquio de la concertina, Coloquio de Cala Cala, Coloquio de Caracota, Coloquio de la copla valluna, Coloquio del Piano… No grabamos nada. La cervecería te daba una buena ración de cerveza para cada coloquio, y lo que sobraba iba a Los Cantaritos. Así contribuiste con el costo del piano vertical.
(He dicho, y no me cansaré de repetirlo, que mi abuelo Julio me enseñó dos cosas que fueron fundamentales para definir mi destino: mirar el cielo y tocar charango. Mirar el cielo para comprender cuán míseros e insignificantes somos los bichitos humanos y tocar charango para no perder la identidad, porque los que se joden en este mundo, los que pierden el camino o toman el tren equivocado, son casi siempre los que no saben de dónde vienen, qué son y adónde van.)
Una mañana me llamaste por teléfono, para decirme palabras que todavía recuerdo: Mira, Ramón, entre nosotros jamás ha habido celos ni competencia. Cada uno ha hecho su trabajo a su leal saber y entender. Pero lo que has escrito hoy en tu columna es una obra maestra de la lengua castellana. ¡Qué elocuencia! ¡Qué pureza de estilo! Y por eso te convoco a comer una silica en la Plaza Osorio a las 9 de la mañana.
Colgué el teléfono y salí ronceando a ver qué siempre había escrito para merecer semejante elogio. La respuesta es sencilla, Alfredito: la página se empasteló; lo que tú escribiste salió en mi columna, como si yo lo hubiera escrito.
Ese era el humor que acostumbrabas, una picardía que picaba pero no mataba, que provocaba un escozor sabroso pero de ningún modo maligno.
(Vean el caso de mi amigo el Pato Lucas: ha nacido en el fango del arrojo, y aunque está hecho del mismo barro que nosotros, sufre una horrible crisis de identidad, todo porque es medio negrito y medio blanco, medio pobre y medio solvente y está siempre entre sumarse al carro de los triunfadores o enarbolar las banderas de la rebeldía. Nunca está quieto. Siempre está liando valijas para viajar no importa dónde. Al norte o al sur, al este o al oeste. He sabido que siempre está viajando porque se trata de la búsqueda desesperada de sí mismo. Hasta que un día estuvo en reposo, de retorno a su pueblo, pero tal sosiego no duró porque luego empezó a escapar a los tropezones, como alma perseguida por el diablo. Y era que, luego de encontrarse, se asustó de saber quién era. Ahora quién sabe dónde andará el pobre Pato Lucas, por qué caminos polvorientos estará vagando, o en qué laberinto metropolitano se habrá extraviado. Escuché el rumor de que se pegó un tiro, pero no creo, porque el Pato Lucas, después de todo, es de los que sabe controlar la crisis y no se deja llevar por la desesperación, pues tiene la inteligencia necesaria para saber que esta vida es la única oportunidad para encontrar la felicidad y no la quimera celestial que nos ofrecen los tahúres del cristianismo. Y si fuera cierto que mi amigo optó por la autoeliminación, será porque en el fondo jamás supo encontrarse.)
El suicidio. Tema recurrente en la vida de Alfredo. Se montaba a horcajadas en el balcón de su casa y su caída voluntaria era inminente. Sara María lloraba tratando de disuadirlo pero él insistía. Mi suicidio es una cosa decidida y únicamente postergada. En otras ocasiones, buscaba el bidón de gasolina para limpiar ternos, se la vertía encima y blandía una caja de fósforos. No, Alfredo, no te quemés. Nada. Ya había sacado un palillo y lo rascaba. Entonces Sara María comprobó que rascaba en la etiqueta y lo dejó solo, a ver si se atrevía. Un amigo poeta le dedicó un epigrama: No, señores, no murió, aquí, Medrano, el suicida, amaba tanto la vida que a tiempo se arrepintió. Lo malo es que me dejó con su epitafio en la mano en triste comicidad. ¡Qué falta de seriedad! Cuando te mates, Medrano, ¡usa balas de verdad!
Santo remedio. Escuchó el verso y no volvió a las andadas. Pero lo suyo era un suicidio lento y seguro, que se lo llevó de este mundo apenas cumplidos los 61 años.
(Mi abuelo ni siquiera señalaba los astros con el dedo, porque consideraba que no era correcto. Se podían caer y, puesto que cada ser humano tiene su estrella, en esta vida y en la otra, apuntarla con el dedo podría significar un crimen. Pero, me decía, para merecer una estrella es requisito imprescindible tener el rostro iluminado por la alegría de vivir y por la inocencia.)
(Las puertas del cielo y la poesía estaban abiertas para los puros e inocentes, pero estaban herméticamente cerradas para los perversos e imbéciles. Sin embargo, hasta los que tenían una cara sombría no dejaban de tener su estrella, sólo que ésta no aparecía en el infinito. Hay estrellas de un poderoso resplandor, que existieron desde siempre, pero pueden ser estrellas muertas y fosilizadas. Hay cantidades insospechadas de ellas, y es que las estrellas, como los seres humanos y todo en la naturaleza y el universo, tienen su cielo definido: nacen, se desarrollan y mueren. Cuando se les acaba la energía, comienzan a apagarse y se vuelven estrellas enanas, oscuras, igual que los hombres cuyas luces se van apagando en la vez y su cuerpo se contrae. Las estrellas agónicas son absorbidas por los astros próximos que mantienen su vigor y su volumen. Las estrellas muertas son tragadas por los agujeros negros. Es su tumba. De inmediato serán sustituidas por otras millones de estrellas que nacen de las explosiones continuas en el espacio.)

NOTA.- Los párrafos entre paréntesis corresponden al inicio de una novela de Alfredo, que no pudo terminar.

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