sábado, 27 de agosto de 2011

Las salidas del Gordo Ja Ja

Las salidas del Gordo Ja Ja

“EL TORNILLO”Y LA MESA DE LA NOBLEZA

Doña Amalia Cortés de Delgadillo era una ilustre dama chuquisaqueña que se vino a radicar en Cochabamba junto a su esposo, don Armando Delgadillo, profesor egresado de la vieja y benemérita Normal de Sucre. Doña Amalia decía que su mamita la había bendecido y por eso cocinaba bien, pues cierta vez se había demorado toda la mañana curando la cabeza con una comadre suya, y cuando retornaba alarmada a casa, sabiendo lo que le esperaba si no cocinaba algún plato suculento y una buena llajua para su exigente marido, resulta que Amalita, que tenía sólo 11 años, ya había hecho un ajicito de sesos y una llajua con una buena provisión de suico, manjares que fueron del agrado del padrastro. Entonces la mamá de Amalia la bendijo y la consagró como cultora del noble arte de la cocina chuquisaqueña.

Así se vino y puso una pequeña tienda y trastienda en la calle Antezana casi República, cuyo único letrero era un loro que anunciaba la llegada del periódico: ¡Papito, Los Tiempos!, le gritaba a don Armando. Allí había una mesa larga que presidía el Gordo Ja Ja. Se llamaba La Mesa de la Nobleza, porque cada comensal que llegaba invitaba un par de cervezas y el siguiente, a la voz de “Nobleza obliga”, hacía lo mismo. De este modo, al filo del mediodía, habíamos repasado todos los chistes y bromas habidos y por haber, y esperábamos la hora del almuerzo de muy buen humor.

De allí “El Tornillo” emigró a un local amplio, con salidas a la Esteban Arze sud y la Ayacucho, frente a la Terminal. Luego doña Amalia pasó a mejor vida y el sueño se acabó. Sin embargo, Javier Antezana rescató para “La Casa del Gordo” a Anita, quien aprendió y afinó sus habilidades culinarias trabajando con doña Amalia.

FALSA INUNDACIÓN

Eran los tiempos románticos del periodismo, cuando debíamos amanecernos para armar nuestros suplementos, en mi caso, el “Viernes de Soltero”. Andábamos en esos afanes cuando recibimos una llamada urgente del Gordo. Carlitos Heredia, gran director de revistas, y Alfredo Medrano, fino periodista y escritor, eran de la partida. Había llovido fuerte y el Gordo pedía socorro: decía que su horno se había inundado y si no podíamos llevar una brigada de auxilio provista de baldes. Nos fuimos de inmediato con los muchachos del taller. Llegamos y entramos como una brigada de bomberos dispuestos a luchar contra las fuerzas de la naturaleza. Había luz en el horno y eso nos facilitó dirigir nuestra vista al piso, a ver el nivel de las aguas; pero estaba completamente seco. Alzamos la vista y al fondo, sentado en su taburete de costumbre, el Gordo nos miraba socarrón, repulgando salteñas en columna, con ambas manos. Se rió en nuestras barbas como si cantara la Cueca de la Risa y blandió una botella de cerveza y un vaso que ocultaba debajo de la mesa. No había ninguna inundación; el horno funcionaba como de costumbre; Silverio, Gómez y todos los bravos salteñeros sonreían con la vista baja y el Gordo los presidía como un Obispo del Buen Humor. De inmediato nos invitó al comedor de diario, donde había unos suculentos lapping rociados con una docena de cervezas. Su explicación lo retrata de cuerpo entero: “Es que no quería comer solo, así que los llamé”.

Así era el Gordo Ja Ja, hombre de buen humor inagotable y de un ingenio que sacaba chispas a la paz de la aldea cochabambina.

DESAYUNO DE AVENA

Fui vecino del Gordo Ja Ja cerca de un año, y me había habituado a trotar muy temprano en la mañana hasta el Estadio, donde cumplía una rutina de ejercicios. El Gordo no me dejaba pasar, y una vez que me sorprendió escabulléndome por la acera de enfrente de la avenida me gritó: ¡Hipócrita! Le pregunté por qué y me dijo: “Porque trotas nada más para que te dé sed”. Así convinimos en que yo cumpliera mi rutina y luego retornara a desayunar con él un asado suculento, ornado de mote con queso derretido y seis cervezas.

Una mañana no lo vi y pregunté por él. Doña Margarita me hizo pasar al comedor de diario y me sirvió un tremendo plato de avena con leche, manjar para guaguas que mi hígado rechazaba, por supuesto. Sin embargo, me zampé calladito el platazo y por puro corcho le dije que estaba muy bueno. Doña Margarita se vengó sirviéndome un plato adicional. El Gordo había sido internado en una clínica, por un problema leve de salud, y era una forma simpática de tomar venganza de su compinche, que hasta ahora Doña Margarita festeja cuando la cuenta.

¿POR QUÉ EL NOMBRE DE GORDO JAJÁ?

Era uno de los primeros Festivales Lauro de la Canción, que sirvieron para promover a tantos artistas nacionales, y Armando debía ingresar al escenario, pero notó que la pieza de concurso que llevó no tenía pasta de ganadora. Entonces se le encendió el foquito y arrancó con un aire de cueca tradicional. Para sorpresa de todos, se puso a reír a carcajadas, pero sin fallar una sola nota musical. El estadio lleno se despanzó de risa y rugió al aplaudirlo, concediéndole el primer premio. Desde entonces, por su simpatía, se llamó El Gordo Ja Já.
SILLERICO
Las imágenes se juntan en el espacio y en el tiempo. Ahorro en escenografía y en horas de uso de cámara. Esto ocurrió aquí y ahora. Elipsis, que le dicen. Entre medio hay cientos de horas muertas, pero no dejan recuerdos. Quizá todo pasó el mismo día. El menú podría ser mejor detector del tiempo: no recuerdo los martes; si habas pejtu, miércoles; si ají de sesos, jueves; si puchero, viernes; mondongo y chanfaina el sábado y asado en olla el lunes. Cada día, dos platos, a escoger, o un mixto.
(La especialidad de Alfredo era la Akjakanka, el asado que se cuece en chicha: primero una chorrillana generosa; luego un corte de pulpa o blanda debidamente asada y papas blancas; luego verter todo en una olla de chicha. Dejar que se reduzca.)
Podríamos decir que era día de ají de sesos. Monseñor me preguntó si estaba dispuesto a cumplir una buena acción. Jamás había sido boy scout ni cosa parecida, pero bueno, la mañana se pasó entre libaciones y llegó la una. Subimos a la camioneta azul y el Gordo la detuvo en una esquina. ¿Quieres ver una criatura de dos cabezas? Ya no se sabía si hablaba en serio. Detuvo el carro, ingresamos a una trastienda, pidió dos cervezas, sirvió, apuró su vaso y me dijo que esperara. Me comían las ansias porque debía regresar a casa. Rosy me esperaba con el almuerzo y siendo la una ya tendría un serio problema. Pero el Gordo se tardó más de lo debido. Luego salió, se sirvió en silencio un vaso rebosante, lo agotó (desagotó, decía Alfredo) y volvió a la camioneta. Yo a seguirlo, como perro faldero. Sólo entonces vi que llevaba una caja negra de singani de uva blanca. Cosa fina. ¿Y la criatura? Era mamada, tenía que verla a una muchacha. ¿Te gustan las gorditas? ¿Quieres conocerla a su hermana? Pena que me gustaban las flacas.
La camioneta se dirigió al sur, se internó por unas calles tristes y llegó a una puerta de lata. No le costó a Monseñor descorrer el cerrojo interno y aparecimos en un patio sucio, con llantas viejas al fondo y una enredadera cubierta de polvo que trepaba como podía un parral. Plantas secas. Abrió una puerta y lo seguí. Allí olía a encierro, a orines, a vómito, a vida que había comenzado a pudrirse. Conteniendo la náusea. No estaba del todo oscuro. Se adivinaba la vieja bacinica cubierta de un líquido verdoso. Un camastro, más bien una cucha casi en el suelo. Una payasa sobre cajones de manzana. Unos ojos abiertos y biliosos. Un cuerpo que era la concentración de todos los dolores. Un hombre agonizaba completamente solo.
El Gordo le pasó la mano por los cabellos sudorosos, le dio la mano y le ayudó a sentarse. Una vaharada de aire corrompido se alzó de la cucha. El hombre dio un quejido. El Gordo se sentó a su lado, rescató la botella del singani, que guardaba en el sobaco, la abrió y le dio a que bebiera. Esa era la fascinación encarnada. El hombre miró la botella con miedo, con creciente interés, se la llevó a la boca húmeda de humores y bebió un trago largo. Ahh, suspiró. El Gordo ni siquiera limpió el pico para beber a su turno y me pasó la botella. ¿Cómo deshonrarlos limpiando el pico? Bebí sintiendo restos de baba, pero dejé que el líquido ardiente adormeciera la náusea. El Gordo buscó un jarro, lo llenó de agua de la única pileta, volvió con un peine, mojó la cabeza del moribundo y trató de peinarle. Incluso le trazó una raya cerca del parietal izquierdo. Se lo veía mejor. Tenía las mejillas lampiñas y el agua le había restituido cierto decoro. Tenía los pelos peinados como con agua de florero.
Luego le ayudamos a vestirse y lo condujimos a la camioneta.
Monseñor tomó la ruta del Tornillo y a poco doblábamos la esquina de la avenida República y la calle Antezana, donde ya esperaba el loro de don Armando. Carlitos esperaba con un bidón de chicha de chuspillo con ojitos de grasa natural del maíz, aunque algún suspicaz dijera que eran de caldo de gallina. Lo acompañaba el Chavo Sanzetenea, de quien tendría que hablar toneladas si hay tiempo. También estaban el coronel Pacheco, el Negro Martínez y los hermanos Roncal, dispuestos a vaciar el bidón de chicha.
El moribundo, vaso en mano, pidió la guitarra que llevaban los Roncal, la templó y arrancó con un punteo rafiñoso y sensual de vals peruano, que se demoraba en sus ternezas como para arrancar lagrimones. La punteaba como los dioses. Monseñor esperó su entrada como un niño que ha de saltar la cuerda y arrancó cantando con esa voz insidiosa que usaba para el vals peruano Hilda, letra y música del gran Alberto Haro. Al pasar mi vida por caminos de tristeza, este corazón no pudo más. Fui aquel que ayer grabó una historia por amor, hoy sólo me queda recordar. Monseñor impostaba la voz para martillar con esa nota recurrente, mientras la mano de Sillerico se deslizaba por el brazo de la guitarra ejecutando una armonía declinante, sin la cual no se entendía el vals. Pero al comprender que mi vida ya cambió, fuiste, Hilda, tú mi tentación, fuiste, Hilda, tú la que dejaste en mi ser honda desesperación. Al borde de las lágrimas, conmovido Monseñor hasta los tuétanos, atacaba el final del vals. Ya que sin tu amor sólo viviré por culpa de tu traición.
Años que se habían entendido, desde aquella vez que ganaron el premio por la legendaria Cueca de la Risa. Monseñor se inclinó a mi oído y me dijo la identidad del guitarrista: era Jorge Sillerico. Se le había perdido la descompostura y yo diría que hasta el amarillo bilioso de las córneas. Se lo veía pálido y anhelante, pero a cada trago de singani puro (Singapur, decía Monseñor) sus ojos tomaban nuevo brillo.
(El Estadio Félix Capriles estaba lleno en sus tribunas de sol y sombra; las curvas, todavía no habían sido construidas. Al centro de la cancha se había erigido el escenario del Festival Lauro de la Canción y un grupo juvenil, Los Kjarkas, cosechaba los aplausos delirantes del público estimulado por los bidones y las tutumas de chicha que circulaban libremente en la tribuna de general. Eran imparables en su polifonía, en el rescate de cierto romanticismo decadente y modernista que convertía sus ritmos criollos en endechas de amor desinteresado y no correspondido, en soledad y memoria, en abandono y nostalgia.
El siguiente grupo era el del Gordo. Allí se alineaban Jorge Sillerico en la primera guitarra, Cosme Lazarte en el charango, el Negro Chulupi en la batería y el Gordo en la voz. Los cuatro escuchaban preocupados el éxito de Los Kjarkas, calculando las escasas posibilidades que tenían de ganar el Festival. Eran unos críos, pero qué bien cantaban, y qué gracia ponían en sus composiciones. Entonces el Gordo cambió de planes: ellos debían tocar la consabida introducción a una cueca y dejar que él pusiera voz y letra.
El público no reaccionaba de la euforia que había sentido al escuchar a Los Kjarkas cuando el cuarteto del Gordo ya se acomodó en el escenario, probó el micrófono y verificó el temple de la guitarra y el charango. Nada conmovía al público, que hablaba y reía a gritos y se quitoneaba una y otra tutuma de chicha, coreando sus brindis antes y después de beber. En eso el cuarteto se lanzó a la piscina sin agua con la introducción de cueca y miró con incertidumbre al Gordo, que escuchaba tenso, calculando el impacto de su propuesta. Le llegó el turno e inició una carcajada rítmica y ajustada al pentagrama, risas y risas que se enredaban en las cuerdas de la guitarra y el charango y rebotaban en los tambores de la batería. El público se desconcertó y por un breve momento sólo se escuchaban las carcajadas del Gordo, pero eran tan contagiosas que uno, dos, tres, cientos comenzaron a reír y la risa se propagó en una onda expansiva como una ola de vítores, y al iniciar la segundita, reían hasta el hormigón armado y los arcos y el césped y los banderines de los cuatro corners. No había duda en el jurado y el premio Lauro de la canción le fue concedido al Gordo por la cueca recién estrenada. Le preguntaron el título y dijo lo obvio: La Cueca de la Risa).
Una o dos horas después, con un balde de chicha de chuspillo en el coleto, ya olvidado del problema conyugal que me esperaba, vi a Sillerico durmiendo en el hombro del Gordo. Era la imagen de la paz y el Gordo me impuso silencio con el índice en los labios. Luego le tomó el pulso en el cuello y anunció la muerte del músico.
EPITAFIO


Allí en su tumba hay un epitafio que escribí de pura emoción. Algunos dicen que es un retrato certero del Gordo:


Aquí duerme
Tal vez no para siempre
La mano cálida y fraterna
El corazón abierto
Y el pecho hospitalario de
Armando Antezana Palacios.

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