sábado, 27 de agosto de 2011

Las salidas del Chueco Céspedes

Las salidas del Chueco Céspedes

Es difícil escribir sobre Augusto Céspedes (1904-1996) sin asumir un tono quevediano, pues el augusto escritor tenía el parecido más próximo al ilustre Francisco de Quevedo, incluso en una leve cojera que justificó su apodo de “Chueco”; como también en el uso cotidiano de la más punzante ironía con sus adversarios y el coraje de batirse a duelo por quítame estas pajas.

Hernán Díaz Arrieta (Alone), crítico del diario chileno “El Mercurio”, escribió: “Unos libros se dejan leer. ‘Sangre de Mestizos’ se hace leer, obliga la atención, empuja el interés y lo tiraniza. Su fuerza de estilo a un tiempo plástica y dinámica, evoca en líneas paralelas la robusta plenitud de Maupassant, maestro insuperable; el vigor de Eric María Remarque de ‘Sin novedad en el frente’ y, por momentos, con ciertos detalles del dote humano, llevado al límite extremo, algunas ‘Vidas de mártires’ de Duhamel... En ‘Sangre de Mestizos’ la forma, el estilo, la contextura de la narración crean una red firme de cuerdas tensas por donde el fluido eléctrico circula vibrante y despide chispas al contacto. En cualquier punto que se le toque se siente palpitar la vida y una onda cálida se comunica misteriosamente. Desde ahora debemos contar a Augusto Céspedes entre los primeros escritores del continente”.
En cambio en su propio país fue víctima de la inquina política. “Céspedes es un literato mediano y con cierta dosis de realismo calcado de novelistas italianos... autodidacto con enormes pretensiones, un literato de tierra dentro y moralmente un mal hombre capaz de todos los delitos”, dice de él Tristán Marof. Pero el célebre Chueco no podía quedarse callado y le contestó lo siguiente: “Los republicanos no tomaron grandes represalias. Solamente Gustavo A. Navarro, que escogió el puesto de Alcaide, torturó a varios presos, entre ellos, a los jueces Hennings y Valle. Inició así su carrera política, como carcelero, el que sería después Tristán Marof”.
Júzguese la calidad de su prosa en este retrato de Salamanca: “Asceta del yermo, cuervo subjetivo, cartujo abstractivo, patriarca indígena vestido a la europea, Salamanca es un ser estrangulado por una flacura inquietante, de estilo yoghi... El ave vital, a punto de huir del tronco doblado y áspero, se ha quedado enjaulada en los huesos del cráneo. El rostro, sombrío de pensamiento, revela en un rictus inexorable el mal que consume a este hombre, mortalmente herido por la saeta filosófica que es como la del amor: “si se la quitan, se muere, si se la dejan lo mata”.
Un personaje quevedesco, nietzscheano, spengleriano como Céspedes tenía que haber grabado en la losa de su tumba un principio del gran filósofo alemán: “Más allá del bien y el mal”.

Es proverbial su amistad con Carlos Montenegro, “La Dupla Aborrecida”, los llama Mariano Baptista Gumucio. Céspedes contribuyó como nadie a fijar la memoria de personajes como Busch, Villarroel, Tamayo, Arguedas, Salamanca, Víctor Paz, Walter Guevara y otros con calificativos precisos y felices. Al general Barrientos lo consideraba “un producto moderno, un acrílico sintetizado de cursillos anticomunistas del Pentágono, de cócteles entre agregados militares y de militancia en el MNR”. Se burló alguna vez del retiro espiritual que hizo “el general del pueblo” durante un carnaval, para dar luego a luz una “Meditación para los bolivianos”, “redactada por su abstemio Escribidor mientras él farreaba como un kusillo”, refiriéndose a su asesor don Fernando Diez de Medina. Fue el creador de los mitos (Busch y Villarroel) y antimitos (Patiño, Hochschild y Aramayo) que consolidaron la retórica del MNR.

En esa vena subjetiva y comprometida escribió cuatro valoraciones históricas: Metal del diablo, El dictador suicida, El Presidente colgado y Salamanca, el metafísico del fracaso. El primero de ellos es en realidad una novela, pero de un efecto contundente en el juicio que la generación del Chaco y la posteridad tuvo de Patiño, Hochschild y Aramayo, los tres Barones del Estaño, que hicieron grandes fortunas a costa de los recursos naturales de un país pobre y atrasado. Ni siquiera el neoliberalismo vindicó la memoria de Simón I. Patiño o de Carlos Víctor Aramayo, los dos empresarios bolivianos de la Gran Minería. El dictador suicida tiene como protagonista al Presidente Germán Busch, iniciador de la política nacionalista, y El Presidente colgado es un relato dramático y militante sobre la inmolación del Presidente Gualberto Villarroel. No faltan historiadores que critican su falta de objetividad, pero se trata de obras políticas de enorme influencia como discursos ideológicos, y esa es su mayor virtud.

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