sábado, 27 de agosto de 2011

Adela, Manuel y Cesáreo

Adela, Manuel y Cesáreo
Adela Zamudio, Man Cesped, Cesáreo Capriles y Rodolfo Montenegro fueron contemporáneos y cultivaron una amistad estrecha. El Cronista de la Ciudad ha tratado de imaginar cómo habría sido la tertulia de la señorita Zamudio en el patio solariego de su casa. Veamos.
Amanece muy temprano en primavera. Hoy preferí encerrarme en el oratorio para no encontrarme en la misa con la cara del Padre Izquierdo. Anoche pequé, Señor, me reí a carcajadas de tu ministro. No me compadecí de sus defectos y no paré de reír al ver la mirada socarrona de Cesáreo y los pujiditos de Manuel, que le sacuden el vientre. Leía Rodolfo, Rodolfo Montenegro; Manuel se sentaba al lado de su hermano Pablo; Cesáreo saboreaba el té de manzanilla que me había pedido para distinguirse del chocolate batido que era una de las delicias de Manuel endulzado con miel de abejas.
Rodolfo se atusaba el bigote mientras leía sus lindezas. ¿O eran de Pablo? No importaba, pero no saldrían a la luz en El País, como queríamos, y sólo circularía de mano en mano, para escándalo de mi buen amigo Julio y para regocijo del joven Demetrio.
--Nunca hubo en Cochabamba un hombre más popular que el padre Izquierdo, cuyo temperamento estrafalario, fue una rara mezcla de fatuidad, estupidez e ironía, todo digno del concepto piramidal que siempre tuvo de sí mismo –leía Rodolfo.
Confieso, Padre, que me burlé de tu ministro. Eso de concepto piramidal se lo escuché muchas veces a Manuel, con la complacencia de una persona tan sencilla como Cesáreo. ¿Cómo mirarle de frente allí en el púlpito y cómo no reírme de sus sandeces? Todavía estaba fresca la polémica que se le había ocurrido con Camille Flamarion y las preguntas retóricas que lanzó desde el púlpito a tan ilustre astrónomo: ¿Ha hablado Camilillo con los habitantes de la luna? ¿Tienen o no tienen cola? ¿Oyen misa sentados o parados? ¿Cómo se llama el obispo de la luna? ¿Cuántos sacerdotes hay? ¿Quién les ha enseñado latín?
Como Camille no contestó, el padre Izquierdo se dio por satisfecho. ¡Había ganado el debate!
Pero Rodolfo proseguía:
Oriundo de una comarca próxima, debió haber nacido antes que la república, pues los viejos más viejos de Cochabamba, lo conocieron casi tan viejo como cuando dejó de existir.
Cesáreo fruncía el entrecejo y acentuaba el rictus irónico de su amplio rostro. A principios de año había asistido al Congreso Eucarístico desde la galería del Teatro Achá, y cuando el santo obispo Granado le cedió la palabra a su secretario apostólico Pierini, y éste preguntaba retóricamente por qué Bolivia se había estancado, por qué no hallaba la senda del progreso, por qué se aferraba a la tradición, Cesáreo se levantó y gritó: ¡Por los curas! Y se fue olímpicamente.
Era fama que ahuyentaba a la clientela de su farmacia con argumentos contundentes: Váyase aquí al frente, donde encontrará usted la misma pócima y más barata. Mantenía esas relaciones con Ubaldo Anze, dueño de la Farmacia Boliviana. No le importaba vender sino ser justo y si algún defectillo se le reprochaba era que no daba la mano a nadie y usaba de la pastilla de jabón como un obseso. Conmigo hacía excepción cuando tomaba mi mano y la besaba, pero no habría ofrecido la suya ni a Jesucristo. Perdón, Señor, por volver a blasfemar. Ese era su único defecto, y tal vez el traje negro que no se había quitado desde que murió Mariquita, su madre, traje verde, más bien, pues el negro es una ausencia impenitente que no tarda en parecerse a una hoja de coca.
Manuel sonreía beatíficamente. Si los prelados de la Iglesia fueran escogidos entre los más justos y apacibles, Manuel hubiera sido Papa. Dispénsame, Padre, por tratar de adivinar tus designios. Pero es que no le conocía otro regocijo que el de traerme una orquídea con instrucciones para conservarla tan lejos del clima húmedo del Chapare. Duraría poco más que la rosa que un día Manuel desposó y cuyos pétalos le rozaron la frente como el único beso conyugal que recibió en medio siglo de vida. Eso quizá nos unía: el celibato llevado con regocijo y bastante más que paciencia; la prescindencia de una pareja que nos impidiera vivir plenamente tal como éramos. Eso y pensar lo mismo, al unísono, como aquella vez que los fabricantes de velas vaciaron la esperma en la puerta de la Prefectura para protestar por el tendido de energía eléctrica. ¡Pero si todavía Francisquita temía que las bombillas encendidas provocaran un incendio! ¡Y con qué alarma las soplaba para advertir que la llama de una vela se apaga con el soplido, pero el terco filamento de la bombilla permanece encendido!
O bien aquella otra vez en que se inauguró el tranvía y los dueños de carretas de alquiler lanzaron el ganado mular a la Plaza 14 de septiembre, para que las bestias protestaran sembrando en el empedrado sus desechos. Cesáreo había corrido a verme, y poco después llegaba Manuel con el color del arrebato en las mejillas y la luz del entendimiento que lo hacía brillar como una bombilla. ¡Se oponían al progreso, Adelita! ¡Soñaban con una aldea sumergida en bosta y esperma de velas! Sólo faltaba que gritara Fiat lux, fiat lux, para festejar la introducción de la energía eléctrica.
Perdóname, Señor, por ceder a la tentación de degustar el guindado que trajo Manuel. ¿Cómo resistirse si me traía el aroma y la memoria de mi infancia? El aire de la noche estaba sereno en el patio cuadrado que alumbraba un par de bombillas, pero allí, en Corani, en la finca de mi padre, cómo nos gustaba arrebujarnos en esas gruesas cobijas, junto al fogón de la cocina, para oír historias de aparecidos. Y de pronto llegaba Manuel, flacucho y adolescente, con el bozo que le aparecía por primera vez sobre el labio, y me extendía un cesto de guindas frescas. Era menor que yo, pero anoche, al ver su rostro bajo la incipiente calvicie y la curvatura del vientre, podía comprobar que Manuel jamás había perdido la pureza de su mirada de adolescente, mirada sin dobleces, sin solapas, sin medias tintas, pura y mansa como la de un potrillo o un perro de la familia. Con esa mirada medía mi contento al tomar las guindas entre los dedos y llevármelas a la boca, frente a la pampa helada de Corani, donde los cultivos de papa se perdían en el horizonte. Papa de Corani, papa de Colomi, guindado para disipar el frío nocturno. ¿Cómo resistirme a aceptarle una copita mientras veía que él saboreaba ese licor perfumado que era el orgullo de su casa de hacienda?
Cesáreo no bebía alcoholes y no había que insistir porque tomaba su sombrero y se marchaba sin despedirse; en cambio Pablo y Rodolfo vivían la bohemia de la pluma y del olor a tinta de imprenta.
Nos reuníamos usualmente los cinco, pero a veces nos encantaba platicar con los muchachos Anaya, con mi sobrino Rodolfo, cuya pasión era registrar nuestros gestos en esa máquina misteriosa que congelaba risas y tiempos, y con el joven Canelas, cuya novela me había regocijado por la fina ironía con que registraba el alma pechoña de la aldea. Eso era Cochabamba, un estero de aguas estancadas; pero ahí estábamos Manuel, Cesáreo y Adela para sacudir la pátina de las almas y soñar con un mundo nuevo.
Solía venir también José Antonio, el joven del clan Arze, junto a su primo Ricardo, y ambos comentaban la última travesura de Franklin y Rafito. Perdónalos, Señor, porque apenas dejaron de ser niños. Perdónalos por colarse a tus templos para echar tinta azul al agua bendita. ¿Qué sería de la paz de la aldea si no la sacudían estas pequeñas travesuras?
Hoy me encerré muy temprano en el oratorio y no abrí mi devocionario. Perdóname, Señor, por no haber querido hacerlo, pero sólo quiero platicar contigo sobre la ventura de compartir mis emociones con Cesáreo y Manuel. Hoy es domingo. Por la tarde tendré tiempo para preparar mis clases en la Escuela San Alberto.
La mara, con ser mara, cede y se curva a la humedad y al tiempo. Todavía recuerdo el día en que Manuel trajo esos tablones y los afanes que lo ocupaban junto a su hermano Pablo para armar ese estante ahora repleto de geranios y otras macetas de hierbas humildes. Manuel amaba la quilquiña por la criolla rotundidad de su aroma, pero su olfato solía reconocer aromas tenues como el del tomillo, el romero o el muérdago, y Pablo decía que su hermano era capaz de destilar perfume de achicoria, incluso de lechuga. Manuel sonreía enfilando las macetas una a una en el estante de madera mara. Es mara, Adelita, madera eterna y santa, como la hostia. Él había fabricado ese banco de palos sin desbastar, que ya mostraban los estragos del tiempo, como en este rostro surcado por las arrugas que dejan la soledad y el insomnio. Le insisto a Rodolfito que no me incluya en sus imágenes, pero es inútil. Había que ver su regocijo cuando me mostró la Plaza llena de gente que asistía a mi coronación, y su decepción al comprobar que mi interés se había fijado en las vendedoras de rosquetes, en ese heladero que empujaba su carro a tracción humana y esas confiteras que seguramente no entendían qué ocurría en los balcones de la Prefectura, mientras el Presidente Hernando Siles saludaba a la multitud y, a su lado, mi primo Ramón, su ministro de Hacienda, saludaba a los parientes.
Hoy es domingo y una decadencia temprana se cierne sobre este patio. Los canarios enmudecen y el loro cavila sin las estridencias dominicales de otros tiempos. Quizá extrañan mi ausencia a esas horas en las cuales solía ir a misa a Santo Domingo; pero es que anoche pequé, Señor, y no siento nada que se parezca a un propósito de enmienda cuando recuerdo la voz zumbona de Rodolfo Montenegro y el estallido de la risa franca de Cesáreo, que acabó por soltarse mientras se aflojaba el chaleco.
--Magnífico ejemplar del autóctono hecho cura, no tenía para qué ocultar su origen: bien claro lo decían el continente ordinario, el color, la cabeza de antropoide y sobre todo el cuero, virgen de lancetazo alguno, como que no hubo avispa capaz de habérselas con él.
¿Podía acaso reconocer alguna palabra que viniera del ingenio de Manuel? ¿O del ácido humor de Cesáreo? No, esas lindezas las escribía Montenegro, y luego que se publicaban eran la comidilla de la aldea.
--Bruto como un hipopótamo e ignorante como un buey –perdónenos el padre, puesto que el cronista debe ser verídico—así bruto se sabía un superhombre y exteriorizaba el concepto de su propio valimiento, en el rictus de olímpico desdén con que escuchaba a sus contendores y discutía los más bárbaros absurdos, fomentando el humorismo aún en los espíritus más adustos y poco amigos del donaire.
Allí donde se sentaba Manuel se había acomodado Carlos Medinaceli junto a José Cuadros Quiroga. Medinaceli quería saludarme y luego del cumplido, conocer al Tagore boliviano. Pepe Cuadros ya se había ganado desde chico el mote de El Gato que Fuma, un jovenzuelo flacucho prendido a un pucho; tenía el humor seco y austero del fumador y sin embargo cómo le divertían las hazañas del mayor de los Anaya, con decir que las beatas que asistieron al Congreso Eucarístico salieron en procesión y gritaban: ¡Viva Cristo Rey, muera Ricardo Anaya!
En qué iría a parar el congreso de estudiantes que habían armado Arzes y Anayas. La vida no me daría tiempo para saberlo. Pero ese era el motivo de la visita de Medinaceli. Luego Manuel me contaría que lo sorprendieron en el patio a dos cuadras de la Plaza, a tres de esta casa, donde alquilaba un cuartucho porque vivía más entre las rosas y las raras especies que cultivaba. El portón estaba abierto y Manuel, enfrascado en abrir un pequeño hoyo en la tierra húmeda para almacigar unas semillas. Medinaceli tenía el aire de haber preparado un discurso, pero seguramente lo desarmó la sencillez apostólica de Manuel. Ah, Manuel, cómo se resistía a leer esos libros que devorábamos con Cesáreo y que iban de mano en mano. Él prefería sus catálogos de semillas y sus grabados de plantas exóticas. Qué mala ortografía, Señor, y sin embargo qué versos seráficos salían de su pluma.
Rodolfo calificaba al padre Izquierdo de “absurdo con tonsura”, de ente ridículo hecho para solaz del pueblo burdo, y de fino cultor de una jerga inimitable, mitad quechua, mitad castellano. Ahora entraba yo en escena y Rodolfo ponía en boca del padre Izquierdo las siguientes palabras: “Choy, Adela, mirámelo esto, porque yo estoy algo olvidado en los versos. Lo que es en prosa, te doy la zurda.”
Cesáreo me inquietaba porque había reunido a los jóvenes en torno a su revista y cada número que salía era motivo de novenas y triduos de penitencia propiciados por las beatas.

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