miércoles, 29 de septiembre de 2010

CHICO PS ERA YO

CHICO PS ERA YO

Cuando publiqué la novela !Qué solos se quedan los muertos!, sobre la vida de Antonio José de Sucre, un viejo intelectual me entrevistó en televisión y de pronto me abrumó con una pregunta: Ramón, tú que conoces muy bien el tema, dinos qué educación recibió y qué libros leía Antonio José de Sucre. Lo miré, perplejo, y apenas atiné a decirle: Chico ps era yo, no me acuerdo mucho.
La anécdota fue registrada en una ponencia que preparé para conversar sobre la novela histórica con un escritor italiano, invitado a la Feria del Libro, de La Paz, por el embajador de dicho país. Lo curioso es que no habían previsto la inclusión de pasajes y viáticos, como si yo tuviera la obligación de subvencionar los gastos de una representación diplomática tan importante. Y aun más, como al final no viajé, me pidieron la devolución de un supuesto boleto que nunca utilicé. Una agregada cultural con acento italiano me increpó por teléfono a tal punto que la amenacé con romper relaciones diplomáticas con un país tan próximo a mi corazón. La ponencia que preparé dice lo siguiente:

Cierta vez un prestigioso intelectual en edad de condecoraciones me preguntó, muy solemne: Dime, Ramón, qué lecturas tenía Antonio José de Sucre, qué educación recibió, quiénes fueron sus maestros. Lo miré, perplejo, y le contesté: Chico ps era yo, no me acuerdo. El caballero disimuló la rabieta y pasó a otra cosa, pero quizá no me perdonará jamás una declaración por lo demás tan exacta y, sobre todo, sincera.
Sincera y valiosa para mí, porque me indujo a alimentar un escrúpulo: si Antonio José de Sucre reviviera y leyera la novela que intenté sobre su vida, probablemente alzaría la espada de Ayacucho para dar cuenta de este humilde ciudadano del siglo XXI, que luchó al escribir para insuflar vida a los héroes, volverlos seres cotidianos y evitar que pronuncien frases sentenciosas hasta en el baño, con el temor justificado de que, al menor descuido, se conviertan en estatuas de bronce, y la narración en hora cívica.
Pero ¿cómo hacerlo sin usar el habla de hoy, a 200 años de distancia de la vida y el contexto social y cultural que vivió Sucre?
Al emprender la novela, tenía una ventaja inicial: el haber leído 17 tomos de cartas editadas por la Fundación Vicente Lecuna, de Venezuela, que trasuntan el espíritu de Antonio José, tan ajeno a la retórica de la época que afectó incluso a Bolívar, aunque en sus discursos y cartas hubiera llegado a una perfección olímpica, mientras Olañeta se revolcaba en esa prosa huera y simuladora, que ocultaba más de lo que decía. Sucre, en cambio, era un espíritu matemático, un militar ligado a la logística y al estado mayor, quizá en el fondo un muchacho sencillo a quien la vida no le había dado tiempo de aprender dos herramientas básicas para vivir en sociedad: la simulación y la mentira. Por eso sus cartas rebosan sinceridad, precisión en los datos y en los sentimientos, y un afán obsesivo por registrarlo todo, pues es fama que no tenía escribiente y hurtaba horas al sueño para dictarse a sí mismo sus numerosas cartas, con la angustia de que a veces solían tardar 80 días desde Chuquisaca hasta Bogotá, y lo peor, viceversa. ¿Cómo se puede tomar una decisión estratégica como la de precipitar la batalla de Ayacucho o una decisión política como la de fundar la República de Bolivia sin saber durante 80 días qué decía Bolívar? Esto extremaba su intuición, su olfato de ajedrecista para prevenir jugadas futuras y adivinar jugadas pasadas, pues en 80 días Bolívar bien pudo haber muerto precipitando su obra al abismo, sin que Sucre se enterara de nada.
Con todo, hay claros sobre su vida íntima, sus sentimientos, sus tics y manías existenciales que esas cartas no trasuntan y entonces no queda otra que inventar. Hasta aquí podemos sacar una conclusión: una novela histórica es siempre paródica; uno trata de que su personaje hable y actúe como supone que hablaba y actuaba el otro, el auténtico, que es el otro y no el mismo, pero a tal punto que si resucitara, probablemente se llevaría un tremendo disgusto y nos armaría un julepe de la madona.
Ahora viene en mi auxilio una confidencia irónica de Jorge Luis Borges, quien, con su habitual lucidez denuncia un prejuicio para él de dimensión latinoamericana, que tiene que ver con lo que Ángel Rama llama “la ciudad letrada”: el poeta y el narrador de novelas y cuentos, por más bucólicos que sean en sus temas, son fenómenos urbanos escritos por letrados; letrados que, para el vulgo, se convierten en expertos en todo, como verdaderos oráculos. ¿Hay un tsunami, un huracán, un terremoto? Debemos consultar la opinión del narrador o del poeta. ¿Hay una revolución, un proceso de cambio, una crisis política? Hay que escuchar al oráculo de Delfos. ¿Hay preguntas sin respuesta sobre el amor, la muerte, la vida, la amistad, la cordura o la locura? He ahí el narrador y el poeta para decirnos la palabra precisa con la sonrisa perfecta. Borges se reía de este prejuicio y confesaba algo por lo demás evidente: que el escritor no es experto en ninguno de esos temas, que ejerce apenas el melancólico oficio de tejer signos, que apenas pinta cuartillas con 28 letras del alfabeto para divulgar ideas ajenas. Digo que es evidente porque Borges no fue precisamente un filósofo, pues se limitó a enunciar tres, cuatro o cinco angustias o regocijos: los laberintos, los tigres, la noche, la espada, los límites, la vida después de la muerte o el anhelo de morir definitivamente. Borges sí fue, en cambio, un experto tejedor de signos linajudos, un memorioso, como Funes, que recordaba la cita precisa de la literatura nórdica, la sentencia dicha en sajón antiguo o el versículo de los Upanishads, y cuando no lo recordaba bien, los inventaba con el mayor desenfado. Aquí podemos sacar la segunda conclusión: que la novela histórica no es, de ningún modo, una referencia histórica. Citemos, por ejemplo, la confusión que se ha armado en Cochabamba con el tema de las heroínas de la Coronilla, pues hace tiempo que se ha dado por verdad histórica una invención novelera escrita por Nataniel Aguirre en Juan de la Rosa. En esas páginas, el notable descendiente del último intendente gobernador de Cochabamba, Manuel González Prada, que era su apellido materno, da por sentado que las valerosas cochabambinas fueron conducidas por una ciega llamada Manuela Gandarillas, quien tenía una nietecita de nombre Rosa Soto, y construye el recio personaje de Alejo sobre la sombra de Alejo Calatayud, muerto en el cadalso en 1731, casi un siglo antes. Digo sobre la sombra porque Nataniel Aguirre “sombras solía vestir de bulto bello”. Pues bien, investigaciones históricas cometidas por esos antipáticos ratones de archivo que suelen desmentir a los novelistas, dicen que Manuela Gandarillas era una dama de buen ver que gozó de la mejor vista, y que Rosa Soto murió 60 años después del episodio de La Coronilla, con lo cual Nataniel Aguirre y quienes creímos en sus afirmaciones nos vamos a salva sea la parte. ¡Pero la culpa no es de él, sino de quienes confunden la recreación novelística con la verdad histórica!
Un elemento final me viene a la memoria desde las novelas de Umberto Eco. Al leer El nombre de la rosa o El péndulo de Foucault me di cuenta, acaso por primera vez, que ese tejedor de signos que es un novelista puede usar información de mundos desconocidos y cocinar una buena sopa, un manjar sabroso como si hubiera nacido y vivido en esos mundos. Por supuesto que respeto el escrúpulo del narrador norteamericano, que tiene que vivir la realidad que escribe, pero ahí percibo la genialidad de Eco, y tanto más la de Borges, pues ambos son hombres de escritorio, lectores que prefieren la realidad vicaria de los libros a la vida en el caos cotidiano que no logramos entender; y entonces se enteran y traman y, otra vez, como quería Góngora, sombras suelen vestir de bulto bello.
Este párrafo tiene una conclusión o, más bien, una súplica: Por favor, no crean lo que los novelistas dicen, peor aun si son novelistas históricos; pero quédense con la mayor virtud de las novelas históricas: la de recrear un mundo del pasado y transportarnos a él, es decir, aproximarnos a esa verdad que perseguimos con desmesurada sed, aunque sospechemos que es pura ficción, pura mentira. Es posible que París no haya sido como lo pintó Víctor Hugo en Nuestra Señora de París o en Los Miserables, o Balzac en La Comedia Humana; pero a estas alturas es la única referencia que persiste en el imaginario colectivo de los lectores. Es bien posible que algún historiador nos desengañe documentos en mano, pero ¿quién le hará caso si tiene como armadura y adarga la prosa magnífica de Víctor Hugo o de Balzac?

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